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Lunes, marzo 20, 2017
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Ciudadanía universal

ECUADOR (O) | La última vez que un gobierno prohibió la entrada al país a un personaje conocido fue cuando Rodrigo Borja obligó a que el avión que traía a Pinochet diera media vuelta antes de aterrizar. Una actuación plenamente justificada no solo por el respeto a tratados internacionales y a disposiciones constitucionales, sino fundamentalmente por la obligación de ceñir la conducta gubernamental a los principios básicos de defensa y protección de los derechos humanos. Un gobierno democrático, como el de ese entonces, no podía aceptar la visita de un asesino y ladrón, que torturaba a miles de presos políticos. Ahora, por el contrario, en tiempos revolucionarios se le prohíbe la entrada a la esposa de un preso político.

Por: Simón Pachano

Tomado de Diario EL UNIVERSO (O)

En estos mismos tiempos revolucionarios, una gavilla de dictadores ha entrado y salido una y otra vez de nuestro país, se han paseado a su gusto y han opinado sobre la política interna. Uno de ellos se dio el lujo de reprimir con sus gorilas a mujeres ecuatorianas en las narices de las autoridades y de la Policía Nacional. A delincuentes procesados y condenados en sus países los han disfrazado de periodistas y académicos para que pontifiquen sobre la política ecuatoriana en los medios gubernamentales. A la pareja de máximos exponentes de la corrupción en el continente se les homenajeó con monumento y condecoración. En todas esas ocasiones quedó arrumado el lirismo de la altivez y la soberanía que plasmaron en la Constitución y que repiten a diario en las tarimas. En el caso de Lilian Tintori demostraron que la famosa ciudadanía universal no es más que retórica y de paso se burlaron olímpicamente de la ley que acaban de aprobar ellos mismos en la Asamblea.

Después de diez años, ya no llaman la atención las contradicciones de las mentes lúcidas ni la falsedad del discurso grandilocuente. Pero este último episodio cobra relevancia porque se supone que al haber ocurrido en medio del proceso electoral podría tener consecuencias concretas. En ese sentido, lo primero que se puede pensar es que, si al gobierno saliente se lo acusa de autoritario, constituye una torpeza impedir la entrada de una persona que se ha convertido en símbolo mundial de la lucha por los derechos humanos. Un elemental cálculo de los resultados de esta acción indicaría que pesan más los costos que los beneficios. Un acto de intolerancia, como fue este, entregaría en bandeja de plata argumentos para los opositores.

Pero ese supuesto tiene dos premisas básicas. La primera es que la mayoría de la población comparta y defienda los principios de tolerancia y de libertad de expresión. Si fuera así, a esta altura ya debería haber decenas de comunicados de protesta. La segunda es que la oposición se abandere del caso y lo presente como evidencia de las acusaciones que ha venido formulando. Sin embargo, hasta ahora ninguna de las dos premisas se ha cumplido. La sociedad permanece impávida y la oposición apenas susurra generalidades. Por ello, el Gobierno y su candidato pueden respirar tranquilos y regodearse de su ciudadanía universal.

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